“Todo encuentro casual es una cita”, me dijo un compañero que va conmigo a clases de danza, y a quien, como en un escrito de Borges, elegí encontrarme mientras caminaba por una de las tantas calles de esta ciudad a la que llegué un 28 de diciembre de 2018. Hoy se cumplen 4 años desde que mi mejor amiga me dejó en el aeropuerto de Cali, con una maleta y una mochila en la espalda. Ahí cabía lo que había sido, lo demás estaba por venir.
Aterricé en una ciudad con mar y mareas de nostalgia, el mismo al que Serrat le cantó en su último concierto. Sentada en una gradería perdida del Palau Sant Jordi, volvieron a mi mente imágenes que me rondaban cuando era una niña, recuerdos que no eran míos, pero que estuvieron presentes por muchos años. Ahí entendí que el alma siempre sabe el camino y busca la manera de volver a casa.
En el Mediterráneo nací por segunda vez. Tenía una cita con el destino y él, que es caprichoso y siempre hace lo que quiere, encontró la manera de hacer que sus designios se cumplieran. Hace muchos años cuando subía por las escaleras de la facultad de teatro de Bellas Artes en Cali, llegó una voz que decía: “hagas lo que hagas y des la vueltas que des, esto es lo que vas a hacer”. Y entonces lo supe: teatro. Mi vida sería el teatro. No sin antes dar muchas vueltas, las mismas que hoy me permiten tener la libertad de cumplir con lo que mi alma vino a hacer.
Después llegó la danza. La primera vez que vi un espectáculo de contempo fue en el Teatro Municipal o en el Jorge Isaacs, en el marco de una de las versiones del Festival Caliendanza, no recuerdo bien cuál era, huecos de la memoria que se va volviendo frágil. En todo caso, ahí supe que eso era lo que quería, así que no dudé en inscribirme en los talleres del Departamento de Bienestar Universitario de la Universidad Autónoma. ¡Cuánto le debo a esas clases! En ellas descubrí por primera vez el arte y el amor. Bonita combinación.
Angélica Nieto fue mi primera maestra, con ella conocí la gravedad y la importancia del impulso para salir del suelo y reconciliarnos con la idea de caer, existencialismo práctico. Después vino Ázoe con Adriana Miranda, la que antes me había deslumbrado en el festival, se convirtió en mi maestra por dos años. Ella me dio las bases y con su infinita paciencia me enseñó a explorar un mundo del que me enamoré. Luego aparecieron los amigos: Susse Walter, Irene, Danzados y Andrea Bonilla. De vez en cuando los miro por Instagram y sueño con volver a bailar con ellos. Quién sabe, tal vez, un día cualquiera, nos volvamos cruzar, en otro escenario, en otras latitudes.
Si tuviera que dibujar las coordenadas de mi mapa, una larga línea cruzaría el horizonte azul: en Cali están mis raíces, en Barcelona mis alas. Primero llegó el teatro, un letrero con luces me dio la bienvenida a la que sería mi casa por cuatro años: El Timbal. Yo iba buscando una señal y encontré un camino. "¿Qué hacen aquí?", pregunté. "Teatro", respondió una voz dulce y algo dudosa al otro lado de la recepción. Lo demás son historias: creadas, compartidas o interpretadas. Dos compañías, una mala idea, amigos que son familia.
Ahora, cuando siento que voy cerrando esta etapa, aparece la danza, otro encuentro planeado. No se cómo voy a hacerlo, pero como nunca lo he sabido, seguiré surfeando la incertidumbre de confiar en la vida y en los pactos que se hacen al nacer. He visto crecer y morir tantas versiones de mí que me sorprende cómo el tiempo que antes se hacía eterno, en Barcelona se convierte en una ráfaga que me atraviesa sin aviso. Los días que en Colombia eran años, aquí son segundos; y las estaciones –hasta hace poco desconocidas para este ser tropical- son como las temporadas de una serie en la que entran y salen personajes, anhelos, caminos.
'Confieso que he vivido', así podría llamarse esta serie, dice mi amigo en Cali. Nada original, por supuesto. Pero me gusta imaginar que un montón de mariposas amarillas vuelan sobre Plaza Cataluña, y que entre cumbias y bullerengues, traen sobre sus alas historias de amor y libertad, como las que aprendí de Cimarrón, ese pequeño pedazo de país que me hace sentir cerca cuando la nostalgia llega.
A veces tan solo pido tiempo para respirar, pero el reloj vuelve y las olas me sacuden para recordarme que vivo entre atardeceres rojos de cine, música, teatro y danza. Es el Mediterráneo, Serrat canta sus últimas canciones, se despide sabiendo que quedará en el museo de formas inconstantes y espejos rotos de Borges. Y yo doy gracias por volver, porque aunque creía que era casualidad lo que hasta aquí me había traído, hoy entiendo que todo encuentro casual es una cita.
28 de diciembre de 2022.
Barcelona