Hay amaneceres naranjas, violetas, y algunos días, amaneceres con un poco de azul. Amaneceres inciertos y un tanto rebeldes haciendo lo que les da la gana; días en que los dioses envían postales para recordarnos que están vivos y otros en los que el silencio se extiende como un abrigo largo sobre el cielo quieto. Son días de un humor extraño, volátil y tan lleno de contradicciones como el deseo que los invoca, porque de eso están llenas sus pinceladas: de anhelos, sueños y promesas.
Deseamos lo que no tenemos, lo que intuimos y echamos de menos. Pero ¿Qué pasa cuando el deseo encuentra lo que quiere y el anhelo se convierte en realidad? Si fuésemos una especie racional pensaríamos que es allí donde se esconden los momentos felices que reposan mientras son encontrados; sin embargo, hay ocasiones, en las que contra toda lógica y teoría evolutiva, salimos espantados huyendo de lo que queríamos. Inventamos excusas para ir en la dirección opuesta, para no ver el sol de frente y distraemos la mirada con atardeceres de otros tiempos.
El deseo puede ser caprichoso, un cómplice insatisfecho que huye cuando ve de cerca lo que antes añoraba en la distancia. Milán Kundera decía que el "vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados".
Tememos lo que deseamos y el vértigo nos desborda en una marea de ideas que se nos planta en la cara diciendo "¿me querías?, ¡aquí estoy! ¿Qué vas a hacer?" Y entonces, hay días en los que el cielo parece el revoloteo de mil mariposas tecknicolor y la ansiedad se sienta a jugar póker con la frustración en una partida con el ego a punto de estallar.
Nos gana el miedo. La idea de creer que no somos capaces, el delirio de la falsa modestia, el "ya vendrá después", excusas que inventamos para justificar las carencias que se comen lo que encuentran dentro e impiden que nos entreguemos al abismo que seduce.
Vueltas y más vueltas. De repente, alguien respira y todo se detiene. El día se va aclarando y yo voy intuyendo que de eso se trataba: hay deseos que se cumplen y llegan como amaneceres de una mañana cualquiera, sin mapa, ni horarios pactados.
Llegan libres y a su manera. Los colores no saben de formas, contrastes, ni teorías, simplemente son, por el placer de ser. Así como debe ser el deseo: mayor que el ego, infinitamente mayor que el miedo, para que el mareo sea por la embriaguez de los sentidos y sepamos encontrar belleza en ese caos que también es virtud.
Amaneceres inciertos como los deseos que están ahí porque alguien los soñó, algún dios, algún rey, algún mortal que solo quiere bailar. Me asomo a la terraza y ahí está: naranja, violeta, un poco de azul. Todo vuelve a empezar.
25 de enero de 2023.
Barcelona